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El primero



Hay momentos, imágenes, palabras, gestos, sensaciones que se graban en nuestra memoria. Me gusta pensar que somos la suma de todos estos recuerdos, de todas estas experiencias vividas. Quizás, y solo quizás esto sea cierto.


El primer recuerdo que tengo de mi vida es de cuando tenia tres años y medio. Puede que no ocurriera todo tal y como lo recuerdo, que se mezcle con elementos fantásticos o con las versiones de otras personas cuando contaron esta historia. Al fin y al cabo no importa si es todo cierto al pie de la letra, quizá esto le reste o le añada importancia a cada una de esas pequeñas piezas de mi puzzle. Los recuerdos son magia.


Era verano, principios de Julio. Estaba en casa de mis abuelos. Mis abuelos vivían en un acogedor piso encima de una pequeña fabrica de gaseosa. Tras entrar en el portal y subir unas escaleras de piedra oscura y pulida había un rellano con dos puertas. Dos viviendas. Su puerta era la izquierda, no se si la letra era A o B, no se ni siquiera si tenían asignado un numero o una letra, en el fondo ni siquiera eso importa en esta historia.


Mi hermana pequeña acababa de nacer. Mi madre y el pequeño bebe esperaban en el hospital de Salamanca a que fuéramos a recogerlos.

Mentiría si dijera el momento del día que era, pero se que hacia calor y que la luz lo inundaba todo. Yo jugaba descalzo en el salón. De niño, incluso con unos cuantos años ya, siempre me molestaban los zapatos. Me pasaba el día descalzo, asegurando que me apretaban y rozaban.


Aquellos juegos se vieron interrumpidos. Tal vez mi padre llamara al telefonillo, tal vez solo usara el claxon del coche. El caso es que estaba en la puerta, esperándonos en el coche. Mi abuela dio la voz de alarma y mi hermana mayor en un segundo estaba lista. Yo no, tenia unos horribles zapatos negros que ponerme. Unos zapatos que se abrochaban con una hebilla.

Mi abuela corrió en mi ayuda, mientras mi hermana bajaba corriendo las escaleras en dirección a la calle. No sé cuanto tardamos en ponerme los zapatos, no se si me resistí a ponérmelos, si mi abuela dedicó algún momento a arreglarme la ropa o lo mismo me peinó. Cuando bajé las escaleras y abrí la puerta de la calle el coche de mi padre ya no estaba allí, se había hecho tarde, me había demorado bastante. Se habían ido sin mi.


Me senté en las frías escaleras de piedra, y me puse a llorar, escondido en aquel portal en penumbra. Pasé tiempo allí sentado, entre lagrimas, mirándome los zapatos negros, los calcetines blancos con puntillas y las rodillas desnudas que dejaban al descubierto mis pantalones cortos. La puerta de los vecinos se abrió. La vecina salía de casa. Ante la vergüenza de ser descubierto me puse en pie y subí las escaleras. Nos cruzamos, dijo algo que no recuerdo. Seguí subiendo y toque el timbre. Mientras mi abuela acudía a abrir me quitaba de nuevo los malditos zapatos.

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